El sujeto crítico en la sociedad disciplinaria y de control: Una perspectiva desde la educación emocional

The Critical Subject in the Disciplinary and Control Society: A Perspective from Emotional Education

Pablo Emilio Cruz Picóna

a Universidad Manuela Beltrán. Departamento de Humanidades. Cl. 33 #27-12, Mejoras Públicas, Bucaramanga, Santander, Colombia.

Recibido el 21 de abril de 2025. Aceptado el 26 de agosto de 2025. Publicado el 10 de septiembre de 2025.

https://doi.org/10.32719/26312816.5658

© 2025 Cruz Picón. CC BY-NC 4.0



Resumen

Este ensayo tiene como objetivo analizar —desde una mirada crítica y sensible— la influencia de la sociedad disciplinaria y de control, planteada por Foucault y Deleuze, sobre los rasgos pedagógicos de los sujetos críticos. En primer lugar, cabe señalar que la regulación disciplinada de la conducta en la sociedad disciplinaria —tal como la bosqueja Foucault en contextos reales del aula— condiciona las emociones y el bienestar de la comunidad socioeducativa universitaria. A la luz de esta perspectiva, y en diálogo con la realidad, se torna inevitable resignificar las prácticas de control en educación, lo que podría suscitar un espacio —con resonancia emocional clara— para fomentar la autonomía y la expresión emocional en los discentes. Ahora bien, en paralelo a esta reflexión se acentúa que los educadores requieren construir un entorno de aprendizaje que posibilite a los educandos desarrollar la capacidad para reconocer, comprender y gestionar emociones (individuales y colectivas). En este sentido, y siguiendo los planteamientos de Goleman sobre inteligencia emocional, se sugiere incluir la implementación de programas de educación emocional y la promoción de la participación universitaria en la toma de decisiones. En efecto, se concluye que es menester reevaluar y resignificar la regulación conductual universitaria, dado que, lejos de ser un obstáculo pedagógico, puede dinamizarse en una herramienta —con connotaciones profundas en la formación holística— para estimular la autonomía, la creatividad y la responsabilidad social estudiantil. Por último, en favor del aprendizaje significativo, la promoción de la inclusión, la diversidad y la educación emocional es cardinal para crear un entorno de formación integral.

Palabras clave: comportamiento social, disciplina, educación, sociedad contemporánea

Abstract

This essay aims to analyze—from a critical and sensitive perspective—the influence of the disciplinary and control society—proposed by Foucault and Deleuze—on the pedagogical characteristics of critical subjects. First, it should be noted that the disciplined regulation of behavior in the disciplinary societies outlined by Foucault, in real classroom contexts—conditions the emotions and well-being of the university socio-educational community. Considering this perspective—and in dialogue with reality—it becomes inevitable to redefine control practices in education. Their redefinition could create a space—with clear emotional resonance—to foster autonomy and emotional expression in students. However, in parallel with this reflection, it is emphasized that educators need to build a learning environment that enables students to develop the capacity to recognize, understand, and manage emotions (individual and collective). In this sense—and following Goleman’s approach to emotional intelligence—it is suggested that the implementation of emotional education programs and the promotion of university participation—which dignify students—be included in decision-making. Indeed, it is concluded that it is necessary to reevaluate and redefine university behavioral regulation, given that, far from being a pedagogical obstacle, it can be transformed into a tool—with profound implications for holistic education—to stimulate student autonomy, creativity, and social responsibility. Finally,—in favor of meaningful learning—the promotion of inclusion, diversity, and emotional education is essential to creating a meaningful learning environment.

Keywords: social behavior, discipline, education, contemporary society



Introducción

En el contexto sociohistórico, la regulación conductual y social es un elemento trascendental para la educación (Buitrago & Herrera, 2014; Blancas, 2018). Obsérvese que, desde la Grecia clásica, con el idealismo platónico y el realismo aristotélico, hasta el movimiento filosófico moderno —con los enfoques empiristas ingleses y racionalistas franceses y alemanes, entre otras corrientes filosóficas—, la educación ha sido un medio sistemático para moldear la personalidad y la conducta humanas. Si se le da la vuelta —desde una lectura crítica contemporánea—, en la Ilustración y el modernismo la educación estuvo influenciada por la teoría del control social y disciplinario, que tiende a regular y normalizar la conducta individual (Santiago, 2017). Y, si se afina la mirada, esta regulación, en el día a día educativo, demarca la autonomía, la creatividad y la expresión emocional, lo que a su vez suscita —en cierta medida— efectos condicionantes en el desarrollo conductual y social de los actores socioeducativos. Así, como punto de partida, en este ensayo se adopta la noción de regulación conductual desde las prácticas institucionales, los dispositivos normativos y las tecnologías del poder que alinean la acción educativa —en muchos casos sin cuestionamiento— mediante el control de los cuerpos, los pensamientos y las emociones (Deleuze, 2006; Foucault, [1975]).

Piénsese asimismo con tono crítico que la teoría de la sociedad disciplinaria —acuñada por Foucault (2008) e hincada en la teoría del control social de Deleuze (2006)— suministra sin duda una mirada sociocrítica sobre la regulación conductual. Dicho proceso social es un tema que ha originado una inclinación investigativa y un elongado debate en las últimas décadas dentro del ámbito socioeducativo. Desde el pensamiento foucaultiano y deleuziano —como quien tantea el terreno— se analiza un nexo estructural entre el poder y el control social, hasta llegar a los estudios contemporáneos sobre la educación emocional y su impacto en la génesis de la identidad, la autonomía, la criticidad, la motivación y la creatividad personal, entre otras circunstancias.

En el contexto sociohistórico del siglo XX, la psicología y la sociología educativa se enfocaron —desde un ángulo crítico y problematizador— en la comprensión de la conducta humana. Autores como Vygotsky (2001), Piaget (2012) y Bourdieu (2022) contribuyeron a la comprensión dialógica entre la educación y la formación de la conducta, el desarrollo, la identidad, entre otros rasgos. Pero no solo se trabajó esa cuestión, pues en el terreno teórico de la identidad social, esbozado por Tajfel y Turner (1986), y en la teoría de la identidad y control de Goffman (2006) se determinó que la educación emocional, los grupos sociales y los procesos de inclusión y exclusión son factores determinantes de la regulación conductual socioacadémica. De este modo, se percibió como “educación emocional” el proceso pedagógico de enseñanza-aprendizaje orientado al desarrollo de habilidades para identificar, comprender, expresar y regular emociones humanas en contextos sociales, como lo trabajó Goleman (1995) —de manera adicional— en su atrayente teoría de la inteligencia emocional.

A juzgar por los hechos, el supuesto que subyace al análisis trascendente de la educación emocional universitaria connota una incidencia en la percepción de la salud mental, la resiliencia y el rendimiento académico estudiantil (Goleman, 2009; Seligman, 2011; Mira et al., 2017; Vidal et al., 2024). Como si fuera un eco de lo anterior, estudios como el de Pastor (2020) analizan la sociedad disciplinaria y sus efectos en el sistema socioeducativo, destacando —contra todo pronóstico— la trascendencia de considerar en el contexto pedagógico del aula la arista del terreno sociocultural. En el eco de lo simultáneo, la investigación de Veloza (2024) posibilita asimismo percibir la comprensión teórica de la bifuncionalidad disciplina-control y su afinidad con la sociedad posmoderna. Por esto, quizá, y en el flujo incesante de las ideas mencionadas, conviene decir que estudios como los de Gordillo (2023) manifiestan la analogía entre la educación emocional y el bienestar de los actores educativos en el ámbito universitario, destacando lo imperativo del desarrollo emocional para enfrentar los desafíos académicos, familiares y laborales.

Si se sigue el eco de la reflexión anterior, existen distintas experiencias investigativas. En Europa, en contextos como España (“aula de emociones”), Finlandia (“educación emocional integral”) y el Reino Unido (“social and emotional learning”), entre otros, la educación emocional y la regulación conductual en la sociedad disciplinaria se han transformado en temas prioritarios en los programas educativos y en la formación ciudadana. Tal vez por ello, si se conectan los elementos dispersos de los anteriores estudios, se obtiene una visión más integral de la problematización, que converge en percibir a la educación emocional como catalizadora de la práctica sociopedagógica. Dicha narrativa confiere forma y textura al considerar la necesidad de superar los modelos disciplinarios y suscitar una socioformación inclusiva, significativa y ética.

A partir de este razonamiento, países como Costa Rica y Panamá han implementado iniciativas para suscitar la regulación emocional y el bienestar en la sociedad disciplinaria. En sincronía con estos esfuerzos, organizaciones regionales como el Instituto Centroamericano de Educación y la Organización de Estados Centroamericanos trabajan para robustecer la educación socioemocional, enfatizando la necesidad de abordar la violencia y la desigualdad mediante la educación significativa. Si se considera esta variante —como dato técnico y una expresión de sensibilidad socioeducativa en construcción—, estas iniciativas posibilitan un sistema socioeducativo sustentado en normatividades que vigorizan el desarrollo de habilidades socioemocionales y cognitivas. De allí en más, con tono alentador, el proceso socioeducativo se torna holístico, inclusivo y significativo.

En coherencia con lo planteado, en América Latina la educación emocional y la regulación de la conducta en la sociedad disciplinaria se abordan desde una perspectiva integrada. Así pues, la Declaración sobre Educación para la Democracia de la Organización de Estados Americanos y el Plan Regional de Educación para América Latina y el Caribe enfatizan —con mirada ética y contextualizada— la trascendencia de la educación socioemocional para el desarrollo individual. En el interior regional, países como Argentina, Chile y Brasil llevan a cabo políticas y programas para promover la regulación y el bienestar emocionales en la sociedad disciplinaria.

Expuesto lo anterior, y remitiéndonos en este instante al contexto colombiano —con sus tensiones y desafíos sociopolíticos—, se percibe que la educación emocional universitaria y la regulación de la conducta en la sociedad disciplinaria se determinan con base en decretos, reglamentos, normas y planes sociopedagógicos que atizan la relevancia de la educación socioemocional para el desarrollo individual de los agentes del proceso educativo. Tal vez por ello —y en sintonía con las necesidades reales del aula— el Ministerio de Educación y las universidades, desde la autonomía y la libertad de cátedra, han orientado con persistencia el horizonte institucional hacia la promoción de la regulación conductual y el bienestar emocional en la sociedad disciplinaria, mediante la educación emocional y social y el aprendizaje basado en competencias.

En consecuencia, en la sociedad disciplinaria de control, el sujeto crítico, entendido como construcción teórica y pedagógica —inspirada en Freire (2015 [1968]) y los enfoques emancipadores del pensamiento decolonial—, se constituye como una figura indispensable para desmantelar los dispositivos de poder que normalizan la conducta, anulan la autonomía y reproducen la desigualdad en los espacios socioeducativos. En contextos universitarios atravesados por lógicas de control normativo (Foucault, 2008) y dinámicas de regulación psicopolítica (Han, 2012), la formación del sujeto crítico implica activar procesos de concienciación, diálogo y acción transformadora, en que la educación emocional (Goleman, 1995) se articula como una herramienta de bienestar y un componente socioético que viabiliza resistir la instrumentalización suscitada por las instituciones.

Partiendo de todo esto, es posible reconocer que el sujeto crítico cuestiona el orden establecido, genera contranarrativas, habilita espacios de diálogo abierto y plural para la reflexión, y reconstruye el conocimiento desde una postura relacional, inclusiva y situada, como se vive en el aula. O más bien constituye un elemento para cuestionar y transformar las estructuras de poder y conocimiento, que en muchos casos se reproducen sin ser interrogadas y que vinculan la posible dominación con la desigualdad social. A lo mejor por ello, cuando se llega a este punto, se requiere mencionar que el objetivo de este escrito propone —con criticidad y sensibilidad pedagógica— analizar la influencia de la sociedad disciplinaria y de control sobre las características pedagógicas de los sujetos críticos.

Algo igual de relevante a considerar es que la regulación disciplinada de la conducta en la sociedad disciplinaria —como suele evidenciarse en contextos universitarios— condiciona las emociones y el bienestar de la comunidad educativa. Gracias a ello —y desde una óptica situada—, es posible plantear las siguientes preguntas: ¿cómo regula la sociedad disciplinaria la conducta en la universidad?, ¿cómo afecta esto la educación emocional de los educandos?, ¿cómo se puede avivar la formación de sujetos críticos en la sociedad disciplinaria de control?, ¿qué función cumple la educación emocional en la socioformación de sujetos críticos?, ¿cómo coliga la inteligencia emocional con la capacidad crítica y reflexiva? Añadido a esto —y en parte por el compromiso académico—, la justificación de este ensayo radica en la necesidad de abordar las brechas en la literatura y proporcionar una comprensión integral entre la sociedad disciplinaria y la educación emocional universitaria, para desarrollar un sujeto sociocrítico y emocional. El supuesto cualitativo es que la sociedad disciplinaria regula la conducta en la universidad mediante mecanismos de control social, psicológico y educativo que, en muchos casos, se dinamizan de forma silenciosa, y que inciden en forma negativa en la educación emocional de estudiantes, docentes y administrativos, al limitar la autonomía, la creatividad y la libertad.

Marco teórico

Entre ansiedad, estrés y motivación: en busca de un sentido psicopedagógico

Antes de abordar la esencia teórica del ensayo, es menester explicar ciertos conceptos primordiales en el proceso argumentativo, en particular aquellos que en el discurso socioeducativo presentan ambigüedad. Por ejemplo, nociones como ansiedad, estrés y motivación suelen tratarse como emociones en sentido elongado. Así, en relación con lo anterior, se proponen algunos argumentos que evocan consideraciones para tener presentes en este instante, dado que desde la psicología contemporánea se reconoce que estos fenómenos son complejos. Asumiendo matices heterogéneos, la ansiedad, por ejemplo, se percibe como un estado de alerta anticipatoria ante una amenaza percibida, que involucra componentes cognitivos, fisiológicos y conductuales (Spielberger, 1983; Lazarus & Folkman, 1984). En contextos universitarios —y en la misma aula, donde se perciben posibilidades y vulnerabilidades—, la ansiedad se manifiesta en una emoción, pues es una forma de sufrimiento mental que puede interferir con la regulación emocional, el rendimiento académico y el desarrollo sociocrítico del discente, al tiempo que coarta su autonomía y bienestar integral. Tampoco se puede ignorar el hecho de que —desde un derrotero psicoeducativo que modula lo emocional con lo institucional— la ansiedad es una experiencia delicada que se exacerba por dispositivos institucionales de control, tales como la hiperregulación de la conducta, la estandarización de los aprendizajes y la presión evaluativa (Han, 2012).

Luego, y en continuidad con lo anterior, el estrés aparece aquí como una respuesta adaptativa ante demandas percibidas en sentido excesivo o desequilibrado respecto a los recursos disponibles (Selye, 1956; Goleman, 1995). De este modo, incide en las emociones —no es en sí una emoción básica, sino más bien un proceso multidimensional— que afectan tanto el cuerpo como la mente humana. Es ahí, justamente, en el entorno socioeducativo —y en la experiencia del aula—, donde el estrés está ligado a la organización institucional, los rituales disciplinarios y las expectativas de productividad que —es imposible negar— perturban la salud mental de docentes y discentes. Desde luego, otro aspecto desafiante es que puede percibirse al estrés académico como una respuesta inmersa en la lógica de rendimiento impuesta, en la cual el valor del sujeto se mide por su capacidad de cumplir estándares normativos, anulando la posibilidad de expresión socioemocional auténtica y la socioformación de sujetos reflexivos (Han, 2023).

No obstante, y lejos de validar solo lo anterior, se abre una percepción conceptual sobre otra noción: a saber, la motivación que se articula en un proceso psicológico encauzado a la acción social y a la dirección de metas humanas, afín con factores internos como el interés y la autonomía, y con factores externos como el reconocimiento y la expectativa de logro (Bandura, 1986; Deci & Ryan, 2000). Y es que, a diferencia de la ansiedad y el estrés —que evidencian una complejidad notable—, la motivación no simboliza un estado emocional, pues connota una dinámica que puede estar influida por la emocionalidad, la cultura institucional y las relaciones pedagógicas. Quizá, cuando es abordada desde ópticas humanistas y críticas como las de Freire (2015), la motivación adquiere un carácter sociopolítico y ético, al vincularse al sentido significativo del proceso socioformativo. Con lo aquí propuesto se pensaría que integrar la motivación en el diseño curricular lleva a avivar metas académicas, cultivando espacios para la construcción de sentido, la autonomía y el compromiso socioemocional situado.

Sociedad disciplinaria: un mecanismo de regulación de la conducta

El marco proyectivo teórico de Foucault (2008) suscita que la sociedad ejerce control sobre los individuos desde la regulación y la disciplina. Así, el filósofo francés percibe que el poder ya no se ejerce únicamente con la violencia o la opresión directa; por el contrario, se manifiesta con sutileza en las prácticas sociales, institucionales, axiológicas y discursivas. Foucault descubre que el sistema penal ha evolucionado, y sitúa el reflector lícito sobre el acto del castigo, la prevención y la normalización de conductas. De este modo, la disciplina se percibe en un dispositivo que —pese a ello— regula el comportamiento individual, creando sujetos obedientes y ajustados a las pautas sociojurídicas y convivenciales.

La regulación se exhibe en perímetros existenciales heterogéneos, desde la educación hasta la salud pública. En las instituciones educativas se implementan normas y procedimientos que procuran moldear en el anthropos el juicio analítico y el comportamiento social. De esta manera, el sistema educativo se convierte en un instrumento disciplinario que pretende producir seres ajustados a las expectativas colectivas. La normalización, por su parte, actúa como un proceso mediante el cual se instauran criterios axiológicos de lo que se denota como “normal” o “deseable”. Esta normalización afecta a los individuos en el comportamiento social, en paralelo con la salud mental y física, pues aquellos que se desvían de la norma son objetos de vigilancia y, en ocasiones, sancionados.

Para Foucault (2008), la disciplina es una estrategia organizacional que maximiza el comportamiento coherente de las personas y certifica su efectividad colectiva. En este sentido, instituciones como hospitales, prisiones e instituciones educativas ejercen poder como espacios legítimos de dominio donde se aplican técnicas de vigilancia y control. La disciplina no es meramente represiva; se trata de un proceso que produce sujetos que se autorregulan, adaptados a las expectativas sociales. Aunque la difusión de regulación conductual lía una posibilidad de resistencia.

De manera análoga, Deleuze (2006) plantea una sociedad de control caracterizada por la regulación y la vigilancia de la conducta individual mediante mecanismos de poder etéreos y difusos. En tal sentido, si desde el enfoque teórico foucaultiano la regulación conductual en la sociedad disciplinaria es un modelo nítido de la forma en que la sociedad de control ejerce poder, a su vez, dicha regulación se media con aparatos de control para normalizar la conducta individual, imponiendo reglas y estándares que reprimen la creatividad y la autonomía. El enfoque deleuziano argumenta que esta regulación es solo una cuestión de coerción legítima, pero también de producción de subjetividad; en otras palabras, la creación de individuos que se autorregulan y se encajan a las normas sociales.

Tras este recorrido teórico, se precisa, sin embargo, una percepción notable que connota en el hecho de que el pensamiento deleuziano sostiene que la sociedad de control es una sociedad de división y segmentación, donde los individuos a lo mejor son clasificados y categorizados en función de sus características y comportamientos sociales. Así pues, la regulación conductual en la sociedad disciplinaria foucaultiana manifiesta esta lógica, en virtud de que busca clasificar y categorizar a los individuos según la conformidad con las normas sociales. Mas, con todo esto, quizá lo que se intenta plantear es que Deleuze (2006) también apunta a considerar que hay modos de resistencia y escape factible dentro de esta sociedad de control. Entiéndase, entonces, que la creación de estructuras emergentes de subjetividad y la resistencia a la regulación conductual pueden ser condiciones para escapar de la lógica de control y edificar espacios de libertad y autonomía. Así concebida, la teoría deleuziana abastece una perspectiva crítica sobre la regulación conductual en la sociedad disciplinaria y sugiere posibilidades para la resistencia y la transformación social.

La identidad e influencia en el comportamiento social

Ahora, en este punto y a partir de la anterior disertación, se abre otra teoría, pues en este espacio se localizan dos nociones aplicativas para el estudio: la identidad social, esbozada por Tajfel y Turner (2001), y la teoría de la identidad y el control de Goffman (2006).

Este escrito, al nutrirse del terreno teórico de la identidad social, posibilita la percepción del modo en que los individuos se definen a sí mismos en correlación con los grupos sociales y, desde luego, la manera en que estos inciden en el comportamiento colectivo. Este enfoque hipotético formula que la identidad singular está compuesta por dos elementos principales: la identidad personal, es decir, las características individuales que diferencian de los demás; y la identidad social, que comprende las tipologías compartidas con los grupos a los que un individuo pertenece, como la religión, la etnicidad, la nacionalidad, entre otros.

Esta teoría explica que los sujetos tienden a clasificarse para sí mismos y los demás en categorías sociales, lo que funda el sentido de pertenencia y autoestima. De este modo, la primera etapa del proceso de la teoría enreda la categorización social, en la que los individuos utilizan criterios sociales para constituir grupos y clasificar a las personas. A estas alturas, dicho componente posibilita al sujeto simplificar la complejidad del entorno social. Aun con eso, transporta a estereotipos y prejuicios sociales.

Una vez que los seres humanos se han categorizado, el siguiente paso es la identificación. Aquí, los individuos se adjudican características y normas del grupo al que pertenecen, con lo que adoptan una identidad grupal que procede en el comportamiento y actitudes. Finalmente, la comparación social se transforma en un proceso crítico. Las personas tienden a comparar su grupo (in-group) con otros grupos (out-group) para evaluar la identidad personal. Este proceso desencadena un sesgo positivo hacia el propio grupo social, lo que orienta a discriminaciones hacia otros.

Ahora bien, trascender de la identidad personal a una identidad universitaria connota encuadrarse en un grupo establecido con normas institucionales y comportamentales, e instituir metas claras y el desarrollo de competencias socioacadémicas. Así, la identidad determina el aspecto en que el sujeto se exterioriza ante los demás, incide en las actitudes y creencias, guía las decisiones y acciones, y afecta las interacciones sociales. En el contexto universitario, se construyen normas y expectativas sobre cómo el individuo debe comportase en función de su identidad. Por ende, según Tajfel y Turner (1986), la sociedad y la educación destinan la identidad (de género, racial, profesional) a controlar y regular el comportamiento individual, limitando la libertad, la creación de estereotipos y los conflictos internos, y recompensando o castigando, respectivamente, a quienes se ajustan o no a las normas.

En medio de todo eso, la teoría de la identidad y control de Goffman (2006) se centra en el modo en que los individuos gestionan su identidad en interacciones sociales, buscando —de manera consciente o incluso intuitiva— controlar la impresión que otros tienen de ellos. Tal parece que, en el contexto de la sociedad disciplinaria, esta teoría indica que los individuos internalizan normas y expectativas sociales para ajustar su comportamiento y evitar sanciones. Como se puede notar, las emociones son considerables este proceso, puesto que los individuos deben gestionar sus efectos —ansiedad, vergüenza, orgullo, entre otros— para mantener la imagen anhelada e impedir revelar sentimientos que puedan ser considerados inapropiados o desestabilizadores en ciertos entornos sociales.

En la regulación conductual desde la sociedad disciplinaria, las emociones se esgrimen como una herramienta de control. Parece obvio, por tanto, que los individuos aprenden a reprimir emociones connotadas como negativas (ira, tristeza, etc.) y a manifestar emociones admisibles (felicidad, serenidad, etc.). Esto, como se ha acentuado en contextos reales de aula, puede conducir a una desconexión perceptiva entre la identidad real y la identidad presentada, y generar tensiones emocionales y conflictos internos. Aún más, con implicaciones profundas, la sociedad disciplinaria refuerza esta dinámica mediante mecanismos como la vigilancia, la evaluación y la sanción, que mantienen a los individuos en un estado de autocontrol emocional constante. Lo que aquí importa es que analizar la intersección entre la teoría de Goffman y la regulación conductual en la sociedad disciplinaria puede proporcionar perspectivas muy significativas sobre el modo en que las emociones se usan para controlar y regular el comportamiento individual.

Desde una mirada sensible, la teoría de la identidad y control de Goffman puede aplicarse en un estudio universitario para analizar la forma en que las emociones se regulan en el entorno académico. A partir de lo vivido en el aula, la sociedad disciplinaria universitaria ejerce control sobre los educandos desde cánones sociales y expectativas convivenciales que inciden en la identidad y el comportamiento social. Así pues, los educandos —desde experiencias compartidas— gestionan las emociones para enfilarse a las normas comportamentales, lo que connota una factible desconexión pragmática entre las identidades. Por ahora —como si algo no terminara de encajar—, basta con determinar que la teoría de Goffman en el aula diseña que los discentes experimentan y manejan emociones como la ansiedad, el estrés y la motivación en relación con sus objetivos académicos y expectativas sociales.

La inteligencia emocional desde el autoconocimiento: integrando el enfoque autónomo y crítico

En este terreno teórico se hace hincapié —sin apurar respuestas— en lo expuesto por la educación emocional de Goleman (2009) y el pensamiento crítico de Freire (2015) como puntos de referencia.

Como pliegue adicional del argumento, Goleman sostiene que la educación emocional es capital para el desarrollo de habilidades socioemocionales estudiantiles. Por esto, y a la sombra de la sincronización tácita, el pensador estadounidense —sin certezas absolutas— entiende la inteligencia emocional como la capacidad de reconocer, comprender y gestionar las emociones. Lo anterior deja entrever que esta teoría sustenta, con tensión latente, que el desarrollo de habilidades emocionales es tan perentorio como el desarrollo cognitivo. Más allá de eso, Goleman identifica cinco componentes de la inteligencia emocional que son relevantes en el ámbito socioeducativo, a saber: autoconocimiento, autorregulación, motivación, empatía y habilidades sociales.

Aparte de eso, la inteligencia emocional posibilita utilizar la gestión emocional como guía del pensamiento cognitivo y la conducta humana. Dándole otra vuelta, la regulación conductual —propia de la sociedad disciplinaria— coarta el desarrollo de la inteligencia emocional, dado que, al reprimir la expresión emocional e imponer normas y estándares, se encauza una factible limitación de la autoconsciencia, la autorregulación emocional y la motivación. A medida que el pensamiento de Goleman se despliega, conduce a resultados condicionantes en el desarrollo socioemocional, la autonomía y el pensamiento crítico de los individuos.

Y para no quedarse solo con una visión, Deci y Ryan (2000) explican que la autonomía es pragmática para el bienestar y la motivación. Por esto, quizá, la regulación conductual restringe tanto la autonomía como la creatividad. Aunque parezca contradictorio, esta óptica es concéntrica en la motivación y su incidencia en el desarrollo y el bienestar particular, dado que las personas tienen una necesidad inherente de ser autodeterminadas en sus acciones. Esto implica que los sujetos sociales se sienten motivados, autónomos y creativos cuando tienen un sentido de control y elección sobre las actividades y las decisiones cotidianas. Desafiando la lógica previa, la autonomía contribuye a la motivación e incluso coliga con un mayor bienestar social.

Desde un punto de vista lateral, surge una interpretación alternativa a partir del filósofo brasileño Freire (2015), quien pregona que la educación es una herramienta para la liberación y la transformación social, en contraposición a los mecanismos de regulación y opresión que manifiestan las relaciones de poder en el ámbito socioeducativo. Por esto mismo, resulta evidente que el enfoque freiriano sostiene —con diálogo emancipador— que la regulación conductual en la sociedad disciplinaria es un medio utilizado para controlar y dominar a los seres humanos, acotando la autonomía y la libertad. Desde aquí, se puede entender que esta regulación delinea la desigualdad y la opresión, al reproducir estructuras de poder existentes. Es posible que, por ello, el filósofo latinoamericano acentúe que la educación es una herramienta sociopedagógica para la liberación, no para la domesticación. Y conviene mencionar —con tono crítico— que la regulación conductual en la sociedad disciplinaria contradice este principio reflexivo, puesto que asigna normas y estándares que —trazando un puente con lo expuesto— reprimen la creatividad y la autonomía.

A contraluz, el pensamiento de Freire se sitúa en la educación sociocrítica y emancipadora que dignifica al estudiante al cuestionar las estructuras de poder existentes. Si se empalma esta noción con lo anterior, involucra desarrollar la consciencia crítica y la reflexión en los educandos, posibilitando en cierta medida el despliegue de la autonomía y la libertad. Dado este giro inesperado, conviene reconsiderar que la educación crítica es un proceso emancipatorio, dialógico y autónomo, que trasciende lo académico y se enraíza en la experiencia vivida. En tal sentido práctico, la regulación conductual en la sociedad disciplinaria es un obstáculo para la educación sociocrítica, pues procura controlar y dominar de manera incesante a los educandos, en lugar de suscitar la consciencia y el diálogo crítico.

Aquí reaparece la perspectiva de Boaventura de Sousa Santos (2009), quien considera que la educación contemporánea se encuentra alojada por tensiones entre la monocultura epistémica del saber hegemónico y la pluralidad de conocimientos silenciados por la lógica colonial. Así pues, este autor exhibe una “ecología de saberes” desde una alternativa al modelo educativo dominante, que tiende a reproducir estructuras de poder y exclusión mediante prácticas normativas y evaluativas rígidas. Habiendo dicho lo anterior, se puede indicar que el control en la educación se inscribe en una racionalidad epistemológica que da criterios únicos de validez, autoridad y objetividad. En relación más o menos estrecha con la propuesta freiriana, De Sousa Santos desafía el paradigma hegemónico del saber al incitar a construir espacios socioeducativos en el aula, donde la diversidad epistemológica, cultural y constructivista pueda expresarse sin ser reducida ni normalizada, resignificando la autonomía del sujeto social como condición ética de la transformación socioeducativa.

Al unísono, Han (2012) esboza una sociocrítica aguda al modo en que el poder se ejerce en las sociedades contemporáneas desde formas invisibles de coerción que, como bien se sabe, no pasan desapercibidas en el aula. Si se observa con mayor profundidad, el control se impone por autoexigencia: los individuos interiorizan la lógica del rendimiento, de la transparencia y del exceso de positividad (Han, 2012). En el día a día socioeducativo, esta dinámica quizá se traduzca en una pedagogía del perfeccionismo, en la que el educando es educado desde un “proyecto personal” constantemente optimizable. En concordancia con lo dicho, el filósofo coreano alude a que este modelo construye agotamiento socioemocional y una erosión de la capacidad crítica, pues el individuo —con clara resonancia emocional— deja de impugnar la norma para adaptarse compulsivamente a ella. Pensada la educación, desde aquí —en trascendencia de transformación pedagógica—, es perentorio recuperar la negatividad como espacio de resistencia: el silencio, la contemplación y el pensar lento —parte de un compromiso socioético— como gestos subversivos ante la hiperproductividad socioeducativa (Han, 2023).

La regulación conductual en el ámbito universitario

De cara a lo que sigue, la regulación conductual es un tema muy relevante en la universidad, en particular en el contexto y la vivencia del aula. En la práctica docente, esta regulación se utiliza en muchos casos como estrategia pedagógica y socioformativa para controlar el comportamiento estudiantil hacia ciertos lineamientos normativos institucionales. Ahora bien, conviene mencionar que dicha estrategia, aunque legítima en términos organizativos, puede derivar en dinámicas de disciplinamiento que invisibilizan la subjetividad del educando. Desde una mirada crítica, el uso reiterado de mecanismos de regulación puede tensionar el vínculo pedagógico, en especial cuando se privilegia la obediencia sobre la autonomía reflexiva. Sin embargo, la regulación conductual también es percibida como restrictiva para la autonomía estudiantil. Esto sugiere que la regulación conductual requiere una resignificación en función de las necesidades y perspectivas de los estudiantes.

De acuerdo con Mira et al. (2017), la regulación conductual en la sociedad disciplinaria condiciona las emociones y el bienestar de la comunidad educativa universitaria, porque los mecanismos de control empleados para regular la conducta —a saber, reglamentos, códigos, procedimientos, el sistema de evaluaciones y calificaciones, los softwares de asistencia, el monitoreo académico, las cámaras de seguridad y la observación directa de la participación en actividades académicas y extracurriculares— son elementos reguladores de cultura ciudadana. En conjunto, se revela que la regulación conductual en la universidad se centra en la obediencia y el control como herencia de la sociedad y la cultura, en lugar de fomentar —con una intensidad algorítmica— la autonomía, la creatividad, la libertad y la criticidad, entre otros rasgos. Esto perpetúa la desigualdad al reforzar las estructuras sociales de poder existentes y marginar a los grupos minoritarios.

En contraste, el cuerpo docente y administrativo determina que las normas y los valores sociales son influyentes en el proceso de formación. No obstante, según Vidal et al. (2024), la regulación conductual por medio de normas y valores sociopedagógicos en la universidad tiene un impacto en la salud mental, producto de la presión por cumplir objetivos y metas, las creación de una cultura de competencia, las expectativas de rendimiento y éxito, entre otras. Así pues, los procesos académicos y cumplimientos curriculares exigen un compromiso que liga con la ansiedad y el estrés.

Por otro lado, es menester fortalecer los espacios seguros para expresar las emociones sin temor a represalias. Por tal circunstancia, la inclusión, la diversidad y el desarrollo de la inteligencia emocional constituyen medios para construir un entorno de aprendizaje gravitado en un ambiente holístico, humanístico, crítico y axiológico.

Además, la regulación de la conducta universitaria mediante mecanismos de control y vigilancia implica el cumplimiento constante de metas investigativas, monitoreo y supervisión de clases, cualificación docente, estándares de enseñanza y evaluación; todos estos factores afectan la salud mental y emocional, la libertad y la autonomía del docente. Por tal motivo, se destaca la relevancia pragmática del apoyo emocional para estudiantes, docentes y administrativos que afrontan desafíos académicos, laborales y personales. Es menester la promoción de la responsabilidad social y la ciudadanía activa como mecanismos de participación cívica y de compromiso social que puedan resistir los rasgos implícitos de la sociedad disciplinaria y de control. No obstante, se divisa que la regulación conductual perpetúa estereotipos y prejuicios sociales, dado que la universidad —como mecanismo de control y vigilancia social— construye perfiles académicos y laborales que regulan una identidad incluyente, pero también excluyente.

Según Santiago (2017), existen tres estrategias de resistencia por parte de los educandos: la conformidad (o resignación), cuando los participantes se ajustan a las normas disciplinarias para evitar sanciones; la resistencia activa (o confrontación), cuando los participantes cuestionan y desafían las reglas; y la resistencia pasiva (evasión), cuando los participantes ignoran o evaden las pautas conductuales. Esto supone que, en el ámbito universitario: 1. la sociedad disciplinaria puede limitar la libertad emocional de los individuos; y 2. la regulación conductual desde la educación emocional puede afectar la salud mental y el bienestar de los individuos.

Estas estrategias, si bien revelan agencia estudiantil, también muestran los límites de la resistencia dentro de estructuras escolares que muchas veces canalizan el disenso hacia formas tolerables de crítica. De ahí surge una cuestión abierta: ¿cómo pasar de estrategias individuales de resistencia a prácticas colectivas de transformación?

Es notorio que los anteriores argumentos convergen con la teoría de la sociedad disciplinaria de Foucault (2008), quien sostiene que la regulación conductual es una herramienta de control social que normaliza la conducta individual. En correlación, esta idea es afín con la perspectiva teórica de Deleuze (2006), pues pregona el rol de la sociedad disciplinaria como mecanismo que controla y regula la conducta individual desde mecanismos de poder normativos. Se denota que la sociedad disciplinaria reorienta a los individuos a reconocer y gestionar las emociones de acuerdo con las normas sociales; aún más, monitorea y evalúa el comportamiento emocional de los individuos y aplica sanciones a aquellos que no cumplen con las normas establecidas. Por ende, los sujetos se ajustan a las normas disciplinarias para evitar sanciones.

El enfoque de Freire (2015) percibe que la regulación conductual en la sociedad disciplinaria es una herramienta utilizada para controlar y oprimir, condicionando la autonomía y la libertad, pues los individuos se adjudican características y normas del grupo al que pertenecen, de modo que adoptan una identidad grupal que influye en el comportamiento y las actitudes —como planteaban Tajfel y Turner (1986) y Goffman (2006)—. Al mismo tiempo, el enfoque de la autonomía, revelado por Deci y Ryan (2000), suscita que la autonomía es sustancial para la motivación y el bienestar humanos. Partiendo de lo anterior, es significativo mencionar que dicho planteamiento visibiliza pensar que la autonomía y la creatividad inciden directamente en el bienestar emocional de los discentes. No obstante, tal y como se percibe en la práctica cotidiana, la regulación conductual —cuando se aplica de forma rígida o descontextualizada— tiende a lo mejor a limitar dichas capacidades en los agentes del proceso socioeducativo, como producto del control social impuesto en la universidad, el cual delinea la desigualdad y limita la autonomía. Desde una mirada crítica, esta limitación puede entenderse como producto de un control social que, en el contexto universitario, se dinamiza bajo lógicas normativas que delinean desigualdades y deterioran la autonomía.

Siguiendo la trama de lo expuesto, es trascendental plantear que los enfoques de Goffman, Tajfel, Turner y Freire posibilitan evidenciar distintas concepciones sobre el sujeto en relación con el poder, la identidad y la emocionalidad educativa en el ámbito universitario. Goffman (2006) plantea que la conducta está regulada mediante la gestión de la impresión: el individuo adapta su comportamiento a las expectativas sociales, lo que puede confinar la espontaneidad emocional. En tal sentido, es preciso necesariamente, para la exactitud del análisis reflexivo, mencionar que Tajfel y Turner (1986) —desde la teoría de la identidad social— sostienen que el sujeto configura su conducta y emociones en función del grupo al que pertenece, reproduciendo dinámicas de inclusión y exclusión que condicionan la autonomía crítica. Cierto es que Freire (2015) concibe al sujeto crítico como un agente emancipador capaz de leer el mundo, transformar la realidad y ejercer la libertad desde la consciencia histórica, resignificando la regulación conductual como una praxis ética. Para decirlo así, es palmario que, mientras Goffman, Tajfel y Turner acentúan el ajuste social del sujeto a entornos socionormativos, el derrotero freiriano más bien constituye un elemento que traza de modo crítico una educación emocional liberadora que potencia la autonomía y la creatividad frente a las socioestructuras de control.

Así pues, después de este recorrido teórico, puede sintetizarse que lo anterior incide en la universidad, pues formar sujetos críticos connota trascender la adaptación normativa para cultivar espacios de diálogo, reflexión y resistencia. En la realidad educativa y en la práctica cotidiana, estos derroteros teoréticos posibilitan a los discentes cuestionar estructuras institucionales que muchas veces se agudizan en dispositivos acríticos y, al mismo tiempo, reconstruir su identidad desde la consciencia sociohistórica y cultivar la autonomía socioemocional. Añadido a esto, la universidad deja de ser un espacio de reproducción para dinamizarse en un terreno de asociación socioética y política, donde el saber se moviliza con la vida y la formación se encauza en una práctica de libertad.

Una postura crítica frente a los enfoques de Goffman, Tajfel, Turner y Freire en el contexto universitario implicaría articular la formación del sujeto crítico como una práctica transversal que rompa con la segmentación entre lo emocional, lo político y lo académico. En lugar de adaptar al estudiante a protocolos de conducta e identidad predeterminados —como sugieren Goffman, Tajfel y Turner desde el control social y los grupos de pertenencia—, la universidad podría reconfigurarse como un laboratorio ético de desobediencia creativa, donde el desarrollo emocional sea una dimensión central de la crítica social. Desde esta perspectiva, el pensamiento freiriano podría dialogar con epistemologías del Sur y enfoques decoloniales para resignificar la educación emocional como resistencia afectiva, transformando las aulas en escenarios de contraconducta, donde la autonomía se ejerce al romper los guiones normativos coaccionados por las estructuras de poder socioacadémico.

Por otra parte, la regulación conductual en la universidad, desde Deleuze (2006) y Foucault (2008), se enfoca en la obediencia y el control, lo que puede confinar la autonomía y responsabilidad estudiantiles —esto es complejo— con la funcionalidad pragmática de la educación superior y la necesidad de fomentar la independencia y la toma de decisiones críticas en los estudiantes. Entonces, ¿cómo desarrollar la criticidad cuando se confinan de manera normativa la libertad y la autonomía para pensar? ¿Cómo seguir unas normas sociopedagógicas que regulan y controlan la identidad, la creatividad y las emociones? A ello hay que añadir que, actualmente, las normas son catalizadores para regular la conducta. Quizá por esa razón, es relevante que las universidades reevalúen sus enfoques y prioricen la autonomía y el desarrollo del pensamiento crítico. Pero, más allá de esas posibilidades de acción pedagógica, el problema es que la sociedad disciplinaria agudiza la desigualdad en el ámbito universitario, lo que permite suponer que las universidades deben implementar iniciativas que posibiliten abordar dicha desigualdad y atizar la inclusión y la diversidad.

No se quiere ignorar el hecho de que la regulación conductual en la sociedad disciplinaria puede tener consecuencias inquietantes en la educación emocional (Mira et al., 2017; Pastor, 2020), dado que, al parecer, coarta la autonomía y la expresión emocional de los educandos. Tal vez, por ello, refleja una falta de oportunidades para desarrollar habilidades sociales y emocionales, lo que incide en el bienestar socioemocional de los estudiantes. Y, por supuesto, la educación emocional es trascendental para el desarrollo estudiantil. Después de todo, lo notable es que la omisión de la educación emocional en los programas de fundamentación docente no es casual: responde a una lógica tecnocrática que, por decirlo así, ennoblece la eficiencia, la estandarización y el control. En este instante, se va a considerar el siguiente escenario, pues esta dinámica, de acuerdo con Foucault (2008), reproduce la sociedad disciplinaria, donde el cuerpo y la emoción son regulados para mantener el orden. Lo anterior supone que formar emocionalmente a los docentes es, por tanto, un acto político: conlleva reconocer que enseñar es un proceso humano para acompañar procesos sociales complejos, impredecibles y significativos en actores del proceso socioeducativo.

Lo dicho hasta aquí supone que, para posibilitar la expresión emocional y la interacción social, Goleman (2009) sugiere una reevaluación de las normas y los estándares curriculares. Se puede apreciar que la comunidad universitaria, manifiesta por la disciplina y el control, debe equilibrar la promoción de la inteligencia emocional con la regulación conductual. Otro aporte mayúsculo es que, para integrar la educación emocional en el horizonte institucional, es preciso priorizar los recursos, la socioformación en educación emocional y el apoyo psicológico. Así pues, desde el derrotero sociocrítico y ético de Freire (2015), la educación no puede percibirse como un complemento netamente técnico. Mas bien, requiere encauzarse hacia prácticas de emancipación que posibiliten a los sujetos reconocer sus emociones como formas de saber, de resistencia y de transformación. Esto significa descentrar el control institucional y fundar espacios para la libre expresión emocional, para el disenso afectivo y para la construcción colectiva de sentidos críticos.

El éxito universitario depende de la participación, la criticidad, la autonomía y la creatividad de los estudiantes. Por tal razón, las universidades necesitan reorientar la promoción participativa y libre de los alumnos en la toma de decisiones, sin repercusiones. Esto incluye la creación de espacios para discutir y participar de forma dialógica, programas de desarrollo colectivo y liderazgo, pero, sobre todo, motivar a los estudiantes a desempeñar roles protagónicos en la vida universitaria.

La regulación conductual circunscribe la creatividad estudiantil, y es trascendental que los docentes aticen la creatividad en un hábitat académico regulado. Esto implica la ejecución del aprendizaje por proyectos y actividades críticas orientadas al desarrollo de la innovación y la resolución de problemas. Además, los estudiantes deben ser motivados a pensar críticamente y encontrar formas creativas de resolver problemas para resistir las sociedades disciplinarias.

En la universidad se precisa suscitar la responsabilidad social y el pensamiento cívico-democrático en la comunidad educativa, mediante la implementación de programas de servicio comunitario (aprendizaje servicio) y la creación de oportunidades para que los estudiantes desarrollen habilidades de liderazgo y desarrollo (Gordillo, 2023). Junto a esto, la praxis educativa universitaria requiere evaluar y reorientar el enfoque equilibrado de regulación conductual y educación emocional. Lo anterior abarca la implementación de procesos de evaluación y retroalimentación, así como la creación de un ambiente de aprendizaje que tienda al desarrollo de competencias emocionales, cognitivas y sociales.

Continuando con la argumentación de la tesis propuesta, la disciplina y el control en la academia son imprescindibles, pero si se desbordan, se transforman en mecanismos que contradicen las competencias que se intentan desarrollar: la motivación, las emociones, la criticidad, entre otras. A lo mejor, lo anterior delinea cuestiones para el panorama contemporáneo: ¿qué estrategias pedagógicas se pueden viabilizar para el desarrollo de la educación emocional en un contexto de regulación conductual?, ¿cómo se puede equilibrar la necesidad de regulación conductual en la universidad con la promoción de la autonomía y la libertad estudiantiles?, ¿cómo integrar la educación emocional en los currículos universitarios?, ¿cómo abordar las diferencias individuales y socioculturales en la implementación de programas de regulación conductual y educación emocional en la universidad?, ¿cuál es la responsabilidad social de la universidad en la promoción de la regulación conductual y la educación emocional?

Conclusión

Asumiendo matices heterogéneos, es menester la socioformación de sujetos críticos capaces de pensar con reflexión ética e inteligencia emocional, en un contexto universitario donde tal vez predomina la regulación conductual como mecanismo estructurante de la acción socioeducativa. Aunque en otro sentido, desde los dispositivos de control —descritos por Foucault y Deleuze—, el carácter trascendente de la sociedad disciplinaria es la incidencia negativa al bienestar emocional de discentes, docentes y personal administrativo, coartando quizá el desarrollo de la creatividad, la libertad y la autonomía. Tampoco se puede ignorar que, en respuesta a ello, se propone resignificar esta regulación —siguiendo el enfoque freiriano— para que promueva la inclusión, la diversidad y la formación emocional situada.

En este trazado teórico, se torna imprescindible que los educadores dinamicen las prácticas sociopedagógicas hacia escenarios participativos que asistan el reconocimiento de las emociones, integrando programas de educación emocional, estrategias de autorregulación y socioespacios de toma de decisiones compartidas. En la práctica educativa, la universidad del siglo XXI debe configurarse como agente de saberes y de transformación socioética y política. Al mismo tiempo, debe implementar procesos de retroalimentación crítica y diseñar entornos de aprendizaje encauzados al desarrollo de competencias emocionales, cognitivas y sociales, como un camino hacia una educación significativa y liberadora.

Con ello, el ensayo exhibe un horizonte de interrogación: ¿cómo formar sujetos autónomos en instituciones que han sido sociohistóricamente moldeadas por lógicas de vigilancia y normalización? La apreciación de esta pregunta connota una revisión filosófica del rol universitario frente a las socioestructuras de poder, así como una posible apuesta radical por una pedagogía que confronte —desde un mecanismo de resistencia— el control, afirmando a su paso la dignidad del sujeto social, centro de toda transformación socioeducativa.

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Declaración de conflicto de intereses

El autor declara no tener conflictos de intereses.

Declaración de ética

Para la elaboración del ensayo se siguió el protocolo ético para trabajos escritos; por ende, cumple con las normas éticas internacionales aplicables a la disciplina. No incluye el tratamiento de participantes humanos o animales, por lo cual no se aplica el consentimiento informado ni la aprobación por comités de ética.



Cruz Picón, P. E. (2025). El sujeto crítico en la sociedad disciplinaria y de control: Una perspectiva desde la educación emocional.  Revista Andina de Educación 8(2). Published under license  CC BY-NC 4.0