Sudamérica hemisférica: La concepción realista que permita configurar una viable integración regional en el actual sistema multipolar

Hemispheric South America: The Realistic Conception that Allows for the Configuration of a Viable Regional Integration in the Current Multipolar System

Jaime Pinto Kaliski1

1. Doctor en Ciencia Política, Université Paris-Est, Francia. jgpka@hotmail.com.

Recibido: 6 de noviembre de 2022. Revisado: 16 de febrero de 2024. Aceptado: 6 de septiembre de 2024

https://doi.org/10.32719/26312549.2023.23.4

Para citar este artículo: Pinto, Jaime. “Sudamérica hemisférica: La concepción realista que permita configurar una viable integración regional en el actual sistema multipolar”. Comentario Internacional 23 (2024): 83-107.



Resumen

América del Sur ha tenido múltiples procesos de integración que han sucumbido a los vaivenes políticos de los Gobiernos de la región; han subsistido solo iniciativas subregionales, como la CAN o el MERCOSUR. Sin embargo, desde la perspectiva geopolítica brasileña se debe gestar un polo regional distinguible en el sistema internacional, basado en el eje Brasilia-Buenos Aires, el eje de poder sudamericano. UNASUR simbolizaba el proceso más acabado de esta perspectiva, pero la falta de consenso regional impidió su profundización, lo que dio paso a otra iniciativa fallida, PROSUR. La solución a estos sucesivos fracasos pasa por mudar la concepción de la integración regional hacia un enfoque realista de las relaciones internacionales, adoptando el balance de poder en el análisis del sistema internacional. Esto implica la concepción de un polo sudamericano que reconozca la ligazón histórica y política con el resto del continente y, a partir de ello, sea consciente de la importancia que tienen los Estados Unidos para la estabilidad en el hemisferio, más allá de los Gobiernos de turno. Nuestro aporte desde el realismo es proponer el concepto de “Sudamérica hemisférica”, para reflejar las reales posibilidades de integración regional con autonomía de las potencias extrarregionales, basada en el eje Brasilia-Buenos Aires, y que al mismo tiempo se reconozca como una región anclada al resto del continente en cuanto a su devenir histórico y político, dentro de un sistema internacional cada vez más anárquico debido a su creciente multipolaridad.

Palabras claves: integración, anarquía, realismo, estabilidad regional, sistema multipolar

Abstract

South America has undergone multiple integration processes that have succumbed to the political ups and downs of the region’s governments, with only subregional initiatives surviving, such as the CAN or MERCOSUR. But from the Brazilian geopolitical perspective, a distinguishable regional pole must be created in the international system, based on the Brasilia-Buenos Aires axis, the axis of South American power. UNASUR symbolized the most finished process of this perspective, but the lack of regional consensus prevented its deepening, giving way to another failed initiative, PROSUR. The solution to these successive failures is to change the conception of regional integration towards a realistic approach to international relations, adopting the balance of power in the analysis of the international system. This implies the conception of a South American pole intrinsically intertwined with the rest of the American continent, which recognizes the historical and political link with the Americas and with it, the awareness of the importance of the United States for stability in the hemisphere, beyond the American governments of the day. Our contribution from Realism is to propose the concept of “hemispheric South America”, to reflect the real possibilities of regional integration with autonomy from extra-regional powers, based on the Brasilia-Buenos Aires axis, and that at the same time, be recognized as a region anchored to the rest of the continent in terms of its historical and political future, within an increasingly anarchic international system due to its growing multipolarity.

Keywords: integration, anarchy, realism, regional stability, multipolar system



El aporte del enfoque realista al análisis internacional desde América del Sur

El enfoque realista en relaciones internacionales nos permite dejar atrás concepciones anacrónicas del sistema internacional provenientes de teorías sustentadas por el pensamiento estructuralista latinoamericano,1 que siguen ancladas en el siglo pasado y no reflejan la magnitud de los vertiginosos cambios que están aconteciendo en este entorno global cada vez más incierto, debido al surgimiento de nuevas potencias de alcance global.

La estructura del sistema internacional fuerza a los Estados a competir entre sí por cuotas de poder en un entorno anárquico.2 La anarquía es la cualidad primaria de las relaciones internacionales y significa básicamente que no hay una autoridad global que esté sobre los Estados. Es decir, no hay un árbitro per se en la arena internacional, y los países buscan incesantemente la manera de salvaguardar su propia seguridad y, al final del día, su propia sobrevivencia. Específicamente, desde el realismo clásico se entiende que cualquier Estado debe conducirse a la defensiva (u ofensiva) en la esfera global, en donde su propia existencia está potencialmente en juego a partir de los intereses divergentes de las potencias del orden internacional.

La incertidumbre es una constante para el Estado en un entorno anárquico, y en respuesta a ella se hace necesario recurrir a una diplomacia proactiva que refuerce su posicionamiento relativo en función de otros Estados o entidades internacionales. El equilibrio de poder es la esencia de cualquier orden internacional; los principales actores, sean estatales o no, se armonizan mutuamente en aras de generar una estabilidad que propenda a la paz, en un entorno global con incesantes conflictos que pueden conducir naturalmente a la guerra y, con ello, quebrantar potencialmente el orden preestablecido.

La tradición estructuralista del pensamiento latinoamericano simplemente omite esta característica básica del sistema internacional reconocida por el realismo: la existencia de anarquía. El análisis centro-periferia sigue permeando los estudios sudamericanos desde la fundamentación teórica que tanto el Instituto Superior de Estudios Brasileños (ISEB) como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) hicieran desde la década de 1950.3 Así, el subdesarrollo de los países periféricos se explica por el accionar de las grandes potencias, que actúan desde el centro del poder político y económico para su propio beneficio, en desmedro del resto de naciones. La existencia de un centro de poder y países circundantes genera a la larga una jerarquización dentro del sistema internacional, cuyo centro es capaz de modelar a la periferia en torno a sus propias necesidades políticas, económicas, militares, etc. La tendencia centrípeta del capitalismo produce una dinámica a favor de los grupos dominantes del centro y en perjuicio de la periferia, por lo que se justifica la implantación de estrategias de desarrollo como el modelo de industrialización nacional para sustituir las importaciones provenientes de las potencias económicas. La relación centro-periferia condiciona las relaciones entre los sudamericanos y el mundo desarrollado, coadyuvando a la adopción de políticas externas que consideren las posibilidades de actuar con autonomía en la esfera internacional.

La posibilidad de tomar decisiones sin injerencia extranjera es una problemática de larga data en el análisis de las relaciones internacionales sudamericanas. Después de la Segunda Guerra Mundial, los latinoamericanos buscaron ampliar su margen de maniobra en un contexto —la Guerra Fría— en que la hegemonía norteamericana se impuso en el hemisferio occidental. Esto llevó a pensar la problemática de la autonomía nacional y regional desde una perspectiva centro-periferia, o sea, siempre en el marco de un sistema internacional jerarquizado; así, se atribuyó a América del Sur un mayor margen de maniobra que a México y América Central frente a los Estados Unidos.4

La autonomía periférica durante la Guerra Fría se entendía en el marco de una estratificación internacional en que la supremacía la tenían las dos superpotencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, y la mayor parte del resto de los países eran básicamente dependientes e incapaces de llevar a cabo políticas exteriores autónomas. La relación entre el centro y la periferia era estructuralmente asimétrica, dada la jerarquización existente en el sistema internacional, lo cual daba pie para impulsar algún grado de integración latinoamericana en los planos económico y político, hacer frente a los países industrializados y contrarrestar la supremacía continental estadounidense.5 Otra alternativa para los países periféricos era recurrir a un cálculo utilitarista con el que adecuarse de algún modo al entorno jerarquizado, a la fuerte asimetría, y realizar políticas exteriores prudentes para evitar los escollos en la relación con las superpotencias. Este utilitarismo podía contribuir al interés nacional en la medida en que el análisis costo-beneficio posibilitara la inserción del país en cuestión en el sistema político-económico controlado por las potencias centrales.6

Tras el fin de la Guerra Fría, la evolución del pensamiento sudamericano en relaciones internacionales no ha variado en lo sustancial, en cuanto a la jerarquización del sistema internacional y la lógica subyacente de la existencia de un centro de poder político y su periferia. Por ejemplo, la nueva teoría en relaciones internacionales expresada por Marcelo Gullo, la “insubordinación fundante”, se basa en una estructura del sistema internacional en la que destacan dos tipos de Estados, los subordinantes y los subordinados.7

Si bien existe la opción de dejar de ser un país periférico y pasar al grupo de los Estados subordinantes cuando se alcanza el “umbral de poder”, lo cierto es que se persiste en la noción de jerarquización, por cuanto subsiste la segmentación de la estructura del sistema internacional: distintos tipos de entidades políticas luchan entre sí por mayor poder en un entorno estratificado. Es decir, el autor reconoce la necesidad de la acumulación de poder presente en el pensamiento realista, pero dentro del contexto de una estructura jerarquizada, por lo que se diluye por completo la noción básica de anarquía del realismo.

El serio problema con este enfoque estructuralista latinoamericano es que se basa en una noción de sistema político presente solo en el ámbito interno, al interior de los países, y no se hace cargo del sistema internacional, en donde no existe una autoridad centralizada ni una jerarquía que determine el posicionamiento y accionar de los Estados. Este enfoque no se hace cargo del equilibrio de poder en la arena internacional ni del propio posicionamiento de América del Sur en el sistema, que está en vertiginosa mutación a raíz del fin del sistema bipolar de la Guerra Fría y del surgimiento de nuevos actores que han alterado el equilibrio de poder global.

La estructura del sistema internacional está en constante cambio a partir del dinamismo del poder relativo de las potencias, en un entorno anárquico en que la seguridad y la estabilidad no están dadas por una supuesta estratificación global imaginaria, tal como se deduce en el recurrente análisis centro-periferia. La estratificación del sistema internacional no se condice con la situación geopolítica sudamericana, ni tampoco ayuda a discernir el actual posicionamiento de la región en la escena global.

América del Sur es una región geopolíticamente ligada al resto del continente y, por tanto, entrelazada con su devenir político. Los países sudamericanos no conforman una suerte de abstracta periferia sometida a los vaivenes político-económicos de los llamados “países centrales”, sino que forman parte de un orden panamericano instaurado desde fines del siglo XIX. En efecto, América Latina en general, y Sudamérica en particular, está inserta en el sistema internacional a la luz de su posición geográfica en estrecha vinculación con los Estados Unidos. Desde su victoria contra España en la Guerra Hispano-Estadounidense de 1898, la potencia norteamericana ha hecho valer en el continente la Doctrina Monroe y con ello contribuye a generar un orden continental que estructura la inserción latinoamericana al sistema internacional.

La Doctrina Monroe se entiende aquí como en su formulación original, la de 1823: frente a la amenaza que representaban las monarquías europeas en su búsqueda por restablecer sus colonias en América, los Estados Unidos manifestaron tempranamente su intención de que el continente no fuese recolonizado, y que los países americanos pudiesen contar con la soberanía surgida de sus procesos independentistas. A medida que el país fue desarrollándose y alcanzando el estatus de potencia regional a principios del siglo XX, esta doctrina sufrió una mutación hacia el llamado Corolario Roosevelt: el presidente Theodore Roosevelt impuso la política del Gran Garrote (Big Stick) especialmente en América Central y el Caribe, interviniendo incluso militarmente cuando lo considerara necesario para defender sus intereses políticos y económicos.

Sin embargo, en el presente siglo, la aplicación de esta doctrina por parte de Washington está basada en su definición original, es decir, la de desalentar a las potencias extrarregionales de intervenir en los asuntos americanos, especialmente en lo concerniente al ámbito militar. No hay presencia militar relevante de ninguna potencia extracontinental en América Latina, ni tampoco bases militares foráneas que pudiesen constituir una amenaza a los intereses estadounidenses.

A este respecto, John Mearsheimer, reputado académico de la corriente neorrealista, explica la invasión de Rusia a Ucrania de febrero de 2022 a partir de la vigencia de la Doctrina Monroe en América. Los Estados Unidos considerarían una amenaza para su propia existencia la presencia militar de otras grandes potencias en su zona de influencia histórica, por lo que aplican invariablemente esta doctrina cuando se sienten amenazados, como ocurrió con la crisis de los misiles de Cuba en 1962.

Rusia, por su parte, reacciona ante la potencial expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte hacia territorio ucraniano, lo que considera como una amenaza hacia su propia existencia; por ende, se ve compelida a responder militarmente.8 En efecto, la presencia militar permanente de Occidente en Ucrania constituiría para los rusos una amenaza a su propia integridad como Estado, al igual que cualquier base militar extracontinental en América sería considerada una grave afrenta para los Estados Unidos.

El paralelismo que realiza Mearsheimer nos permite ilustrar la plena vigencia de una doctrina que modela la configuración de América en términos político-militares. Sin embargo, esta situación geopolítica es una particularidad americana, no presente en ningún otro continente, por lo que no permite generalizar hacia todo el sistema internacional como si existiese una jerarquización entre el centro y la periferia, o lo que en la actualidad en el pensamiento latinoamericano se denomina comúnmente “el Norte y el Sur globales”.9 De hecho, la anarquía sigue constituyendo la estructura del sistema internacional. El equilibrio bipolar de la Guerra Fría ha dado paso a una superpotencia norteamericana en declive, con múltiples actores, tanto estatales como no estatales, que están modificando profundamente el orden global instalado a fines de la Segunda Guerra Mundial.

La caída del Muro de Berlín dio paso a un breve momento unipolar en que la supremacía estadounidense era incontestable en el sistema internacional, pero ya a fines del siglo XX surgió un período de transición con nuevas potencias, la reemergencia de otras y un predominio norteamericano estancado y que empieza a languidecer. Es lo que Huntington conceptualiza como “sistema unimultipolar”.10

Desde nuestra perspectiva, el conflicto bélico de 2022 en Ucrania es una expresión inequívoca de que el período de transición entre el momento unipolar y un sistema plenamente multipolar ha concluido. Coexisten en la actualidad múltiples polos de poder que se disputan entre sí el predominio regional y/o global, en un entorno anárquico en que la supremacía norteamericana de antaño ha caducado. El conflicto ucraniano demuestra, por ejemplo, que los países latinoamericanos persiguen sus propios intereses nacionales; así, no adoptaron ninguna sanción política ni económica frente a Rusia, pese a las presiones occidentales para imponerlas siguiendo los pasos de la Unión Europea y los Estados Unidos.11

De hecho, la actitud latinoamericana se ha replicado en África y Asia, lo que posibilita que el Gobierno de Putin actúe con un gran margen de maniobra en el ámbito internacional, pese a los intentos occidentales por aislarlo política y económicamente.

En esta estructura multipolar del sistema internacional surgen potencias revisionistas del orden imperante, y América del Sur no está ajena a este revisionismo, como lo demuestra Brasil con su histórico anhelo de ingresar al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en calidad de miembro permanente. Sin embargo, subsiste un orden panamericano que permite a la región abstraerse del creciente desorden global debido a la multiplicación de las disputas entre las potencias, tanto regionales como globales. En efecto, la alusión de Mearsheimer a la Doctrina Monroe es pertinente para la comprensión no solo de la actuación de Rusia, sino también para comprender por qué Sudamérica es parte de un orden mayor, a escala continental, que configura las relaciones interestatales en todo el continente, en un contexto global de creciente multipolaridad.

La gran tendencia histórica a favor de la integración sudamericana

Dentro del contexto regional, Brasil destaca naturalmente por su imponente geografía, su considerable población y sus recursos naturales, que incluyen la mayor parte de la Amazonía. Asimismo, el gigante sudamericano sobresale por una tradición diplomática bien asentada desde su independencia en 1822, pero que se remonta a los tiempos coloniales gracias al legado portugués. En la tradición de la política exterior de Brasil se remarcan dos nociones clave, el universalismo y la autonomía, que configuran su accionar y su proyección internacional y aportan cierta continuidad a la diplomacia emanada desde Itamaraty, más allá de los vaivenes propios de los Gobiernos de turno.12

El universalismo tiene relación con la capacidad de diversificación de las relaciones diplomáticas del país, de propender a la mayor cantidad de vínculos internacionales posibles, con naciones y entidades de distintas tradiciones e ideologías, para aprovechar al máximo las ocasiones que otorga el sistema internacional. La autonomía, por su parte, se refiere a la búsqueda constante por mantener y ampliar el margen de maniobra y la capacidad de acción en la esfera internacional de manera soberana, velando por los intereses nacionales. Entre ambas nociones, es la autonomía la que destaca por su persistencia en el tiempo, al constituir una característica distinguible desde el imperio (1822-1889) y que puede incluso ser considerada como el axioma de la política exterior brasileña a lo largo de su historia.13

La búsqueda incesante de autonomía por parte de Brasil se torna una tendencia importante en la configuración de una región geopolíticamente coherente en el tiempo. Desde el realismo clásico, la motivación de Brasil por América del Sur se explica por su interés, en cuanto nueva potencia económica y diplomática, por preservar su natural área de influencia de nocivas interferencias extrarregionales que socaven su capacidad de maniobra en el sistema internacional, así como también por forjar una plataforma geoeconómica propia que la interconecte con la vasta región del Asia-Pacífico mediante su acceso fluido al océano Pacífico. Desde nuestra perspectiva teórica, el realismo puede conjugarse con el análisis geopolítico para incorporar al estudio de las relaciones de poder entre los países el factor geográfico, tan preponderante en la construcción histórica de la actual potencia brasileña.

De acuerdo con Jacques Soppelsa, en el análisis geopolítico es necesario distinguir las variables contemporáneas de las grandes tendencias del objeto de estudio, para separar los principales parámetros que estructuran el fenómeno geopolítico estudiado de las variables coyunturales que surgen en un momento histórico específico.14 En lo que respecta a nuestro objeto de estudio —a saber, la integración sudamericana—, existe desde nuestra perspectiva al menos una gran tendencia que ha permeado el devenir geopolítico regional desde principios del siglo XX: nos referimos a la política externa brasileña hacia Sudamérica desde el Barón de Rio Branco.

José Maria da Silva Paranhos Junior, más conocido como Barón de Rio Branco, fue el forjador de la política externa del país en su calidad de ministro de Relaciones Exteriores entre 1902 y 1912, y es quien sentó las bases para la proyección internacional de Brasil y su actual posicionamiento global. Su influencia en la naciente república fue considerable y, en materia de política exterior, decisiva para la configuración de una diplomacia profesional y perdurable en el tiempo, a través del rol central otorgado a Itamaraty. Rio Branco contribuyó a la formación de una revigorizada identidad nacional gracias a su labor diplomática, que incluyó la incorporación soberana de nuevos territorios y la plena consolidación de las fronteras de Brasil con sus vecinos, todo lo cual simbolizaba para los brasileños la grandeza de un país de tamaño continental.15

La temprana consolidación de su vasto territorio le permitió a Brasil concentrarse a inicios del siglo XX en su inserción internacional. Rio Branco dio prioridad a los vínculos brasileños con los Estados Unidos, de modo que Brasil se convirtió en el primer país sudamericano en contar con una embajada en Washington,16 lo que indica el reconocimiento mutuo de la importancia de la relación bilateral para el continente. El canciller concebía el relacionamiento con los norteamericanos como un contrapeso al poder europeo de la época, y promovió activamente el panamericanismo como un modo de interrelación entre las naciones.

Rio Branco comprendió precozmente la relevancia del equilibrio de poder entre las potencias en el sistema internacional, y el papel que Brasil podía jugar en él, entendiendo que el continente americano requería del liderazgo estadounidense para el mantenimiento de la paz y la estabilidad política. En un contexto en el que aún se percibía la amenaza del imperialismo europeo, la denominada “alianza no escrita” con los Estados Unidos era un mecanismo que daba protección y mayor autonomía a Brasil en su política externa; por ello es que el ministro valoraba positivamente la Doctrina Monroe y su aplicación por parte del entonces presidente norteamericano Theodore Roosevelt. El liderazgo norteamericano y la relación privilegiada con Washington eran percibidos por Brasil como benéficos para sus propios intereses y para su inserción en el sistema internacional de aquel entonces.

A diferencia de la mayoría de sus pares latinoamericanos, Rio Branco entendía que la estabilidad continental era muy importante para el propio desarrollo nacional. Sentía que la asociación entre los tres países más políticamente estables de la región, Argentina, Brasil y Chile, aportaba a la estabilidad americana.

Cabe a este respecto mencionar que la concepción de América del Sur por parte de Brasil en esta época distaba de la actual: a ojos de Rio Branco, solo esos tres países disponían de una autonomía relativa en un contexto en que prevalecía la influencia estadounidense,17 solo ellos tenían algún margen de maniobra. En este contexto es que nace el proyecto de tratado “ABC”, para consolidar el panamericanismo desde el sur del continente, entre los tres países que podían cooperar entre sí para promover sus intereses y, al mismo tiempo, coadyuvar al progreso y la paz regionales.

La iniciativa del tratado ABC, liderada en sus inicios por Rio Branco, pretendía ser el germen de un polo de poder autónomo dentro del panamericanismo, que proveyera soluciones políticas propias a las problemáticas americanas, en línea con la constante búsqueda de mayor autonomía en la política exterior brasileña. Si bien el tratado se firmó en 1915, no logró ser ratificado por los congresos argentino ni chileno, con lo cual nunca entró en vigor y, por ende, no pasó de ser un proyecto regional inconcluso.18

Sin embargo, la política externa de Brasil manifestó con esta iniciativa su búsqueda de mayor margen de maniobra en el seno del orden continental liderado por los Estados Unidos. Rio Branco comprendió plenamente que la propia estabilidad política pasaba también por la de sus vecinos, y que no bastaba con una relación privilegiada con Washington para insertarse con éxito en el sistema internacional: la cooperación en la región era un objetivo de largo plazo ineludible.

Desde aquella era, Brasil ha buscado una inserción autónoma en el sistema internacional, con una política exterior más o menos alineada con los Estados Unidos, pero siempre salvaguardando sus intereses hemisféricos y globales. A nivel sudamericano, la política exterior brasileña ha buscado configurar un espacio geopolítico que se pueda considerar propio, en concordancia con el interés de concebir una región que contribuya al propio desarrollo y posicionamiento global de la nación. En este sentido se explican los esfuerzos brasileños por construir un entendimiento de largo plazo y alcance con el otro gran país de América del Sur, Argentina.

En efecto, si bien las desavenencias mutuas no habían desaparecido desde los tiempos coloniales, Brasil, desde Rio Branco, comprendió que cualquier orden político sudamericano viable pasaba por gestar una alianza perdurable en el tiempo con su vecino del sur, y que no bastaban los vínculos especiales con los Estados Unidos para incrementar su margen de maniobra en la esfera internacional. Pero el acercamiento mutuo no fue un proceso lineal ni carente de dificultades, y solo se consolidó a fines de la década de 1970, cuando se reforzó la relación bilateral a partir del retorno a la democracia en ambas naciones. La base geopolítica de los proyectos de integración venideros en Sudamérica se forjó a partir del eje Brasilia-Buenos Aires.

La convergencia estructural entre Brasil y Argentina inicia con los dos acuerdos geopolíticos más sustanciales para terminar con la histórica desconfianza mutua: uno relacionado con la represa de Itaipú y otro sobre energía nuclear.19 El acuerdo de Itaipú entre Brasil, Paraguay y Argentina (1979) permitió solucionar el conflicto sobre las represas en la cuenca del Plata, para el aprovechamiento armonioso de sus recursos hídricos y energéticos. Por su parte, un acuerdo de 1980 sienta las bases para el desarrollo y la cooperación mutua en el uso pacífico de la energía nuclear, descartando cualquier uso militar, en sintonía con el Tratado de Tlatelolco (1969) sobre la interdicción de armas nucleares en América Latina y el Caribe. Ambos pactos fueron trascendentes en la generación de la confianza de largo plazo que derivó en el vertiginoso acercamiento durante los gobiernos democráticos de Sarney y Alfonsín, que culminó con el tratado de integración, cooperación y desarrollo de 1988. Esto dio paso a la visión compartida de que este proceso de integración bilateral debía irradiarse al resto de la región, en función del interés del naciente eje Brasilia-Buenos Aires de configurar en Sudamérica una zona integrada política y económicamente.

En la década de 1990, el eje Brasilia-Buenos Aires estableció el Mercado Común del Sur (MERCOSUR) incorporando a su proyecto de integración a Paraguay y Uruguay, e intentó sin éxito la creación del Área de Libre Comercio Sudamericana, en un contexto hemisférico en que los Estados Unidos promovían la expansión del Tratado de Libre Comercio de América del Norte hacia el resto del continente, mediante la llamada Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Sin embargo, el proyecto de instaurar el ALCA fracasó en 2005, principalmente por el rechazo de Brasil y Argentina a la injerencia estadounidense en el proceso de integración sudamericano en curso, que dio un salto cualitativo en 2008 con la creación de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR).

La UNASUR reflejaba la voluntad del eje Brasilia-Buenos Aires de institucionalizar una integración factible en una región tan variopinta en cuanto a las trayectorias políticas y económicas de los doce países sudamericanos se refiere; se concentró en áreas estratégicas como las comunicaciones, la energía, los corredores bioceánicos y la defensa. El organismo encarnaba la misma búsqueda de autonomía que Rio Branco había intentado forjar en el Cono Sur con el pacto ABC: respondía al histórico anhelo de la política exterior brasileña de crear un orden regional estable, distinguible, que proyectase el posicionamiento internacional del país desde su propia zona de influencia, hasta abarcar en el presente siglo a toda América del Sur.

Sin embargo, la gran tendencia que marcó los intentos de integración regional —a saber, la política externa brasileña desde Rio Branco— se vio profundamente alterada en su devenir histórico por variables contemporáneas que contribuyeron a estancar los procesos, en desmedro del eje Brasilia-Buenos Aires y del propio posicionamiento sudamericano. En un contexto global cada vez más multipolar y, por ende, más anárquico, con múltiples actores y conflictos emergiendo por doquier, la región destaca por su creciente marginalización en la toma de decisiones.

Dos variables explicativas del estancado proceso de integración regional

A nuestro criterio, se deben distinguir las variables contemporáneas que subyacen en el actual entorpecimiento del proceso de integración, con el objeto de comprender mejor por qué ocurre. Desde nuestra perspectiva, existen dos variables contemporáneas que explican en gran medida el estancamiento de la integración sudamericana: la primera tiene relación con el Gobierno de Bolsonaro en Brasil y la segunda, con la situación política en Venezuela.

Con el arribo en 2019 de Bolsonaro al Palacio de Planalto, empezó un alejamiento sostenido del país de su entorno sudamericano y de los procesos de integración vigentes. Si bien la crisis de UNASUR no ocurrió durante su gobierno —desde 2017 el organismo está paralizado por la imposibilidad de reemplazar a su secretario general saliente, Ernesto Samper—, fue Bolsonaro quien decidió renunciar definitivamente a ella, justo cuando le correspondía asumir su presidencia pro tempore. Esto terminó por hacer sucumbir a la primera y única organización representativa de toda América del Sur.

El Gobierno de Bolsonaro representó un paréntesis en la geopolítica regional brasileña de las últimas décadas, con un manifiesto desdén por el vecindario y un marcado enfoque ideológico para encarar a los Gobiernos de izquierda de la región.20 El alineamiento hacia los Estados Unidos de Trump marcó su impronta en las relaciones internacionales, con una diplomacia presidencial enfocada en los países percibidos como ideológicamente afines al bolsonarismo: Hungría, Polonia o cualquier otro identificado con los valores del nacionalismo de ultraderecha. Durante su mandato, el gigante sudamericano no lideró ningún proceso de integración regional, y participó como uno más en la nueva iniciativa liderada por los entonces presidentes de Colombia y Chile para reemplazar a la UNASUR. El Foro para el Progreso de América del Sur (PROSUR) nació en 2019 a partir del liderazgo conjunto de Iván Duque y Sebastián Piñera para crear un mecanismo simplificado de integración, carente de institucionalidad propia, y enfocado básicamente hacia los mismos objetivos que tenía la UNASUR en sus inicios.

PROSUR emergió como respuesta de los Gobiernos de la derecha sudamericana al estancamiento de la UNASUR y a su inacción frente al debilitamiento del sistema democrático en Venezuela. Se concibió a sí mismo como un foro cuyos miembros tendrían como requisitos fundamentales la democracia y el respeto a los derechos humanos,21 pero fue percibido por muchos sectores de izquierda como un organismo reaccionario, en el que subyace la voluntad de excluir a ciertos países de la región por motivos ideológicos. Sea como fuere, y más allá de las iniciativas declaradas del foro, su crónica carencia de resultados concretos y su fracaso por abarcar a todo el subcontinente ha terminado por debilitarlo como mecanismo de integración, al punto de que Chile oficializó en abril de 2022 la suspensión de su membresía. El Gobierno de Boric considera que vale más repotenciar otros organismos multilaterales existentes, como la Alianza del Pacífico, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y el MERCOSUR.22

El fracaso de PROSUR simboliza el estancamiento del proceso de integración. La actitud del Gobierno de Bolsonaro es crucial y explica en parte la actual coyuntura regional, aunque es una variable contemporánea acotada a su período de cuatro años de duración; en la actualidad, Brasil tiene la posibilidad de volver a liderar la agenda de integración sudamericana durante la tercera presidencia de Lula. En cambio, la otra variable contemporánea, la situación política en Venezuela, tiene plena vigencia, con base en un régimen que lleva más de veinte años en el Palacio de Miraflores y que ha causado la alteración del camino trazado por el eje Brasilia-Buenos Aires desde fines de la década de 1980.

La integración en América del Sur se ha visto truncada por el conflicto político interno de Venezuela, del cual no se avizora una solución a corto plazo dado el régimen chavista imperante desde fines del siglo pasado. La integración mediante el organismo que encarna la proyección geopolítica brasileña —el MERCOSUR— se ha estancado debido, entre otras razones, a la suspensión de la membresía de Venezuela, por no cumplir los criterios democráticos explicitados en el Protocolo de Ushuaia.23

La crisis política venezolana no ha sido abordada cabalmente por los Gobiernos sudamericanos, y solo ha habido intentos fallidos de resolución como el Grupo de Lima. Estos países, sin la presencia de los Estados Unidos, intentaron en vano encauzar el conflicto a partir de la negociación entre las partes involucradas, al igual que el llamado Grupo de Contacto instalado en México para mediar en el conflicto interno. Ninguna de las iniciativas tuvo logros tangibles y la situación venezolana sigue sin encontrar una salida pacífica, con el agravante de que un informe de la misión internacional mandatada por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha determinado graves violaciones a los derechos humanos, cometidas por agentes del Estado.24

Todo esto hace prever que Venezuela seguirá vetada de participar en cualquier organismo de integración propiamente sudamericano; solo podrá participar en aquellas iniciativas en que el Gobierno chavista haya tenido participación destacada desde su génesis, como la CELAC y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos. Venezuela no puede formar parte de los organismos o foros de integración sudamericanos porque no cuenta con el prerrequisito básico: un sistema democrático legitimado por todos los sectores políticos. Así, constituye otra de las variables decisivas que explican el actual estancamiento del proceso de integración.

Sin embargo, entre el caso de Brasil y Venezuela existe una diferencia fundamental: mientras el Gobierno bolsonarista culmina su período con una derrota en las elecciones presidenciales de octubre de 2022, el Gobierno chavista no tiene fecha de término clara, puesto que el régimen impuesto en Venezuela no garantiza la alternancia en el poder propia de todo sistema democrático. Esto implica que el proceso de integración sudamericano seguirá estancado, en la medida en que un país importante de la región quede al margen de cualquier organismo regional geopolíticamente viable. El Gobierno de Lula seguramente seguirá intentando reencauzar el proceso de integración, pero el consenso político que permitió el nacimiento de la UNASUR no será factible mientras no se resuelva la problemática venezolana. La UNASUR requería el consenso de sus doce miembros para la toma de decisiones y, por tanto, no es factible el resurgimiento exitoso de un organismo de esas características con un país que vulnera sistemáticamente su cláusula democrática.

En consecuencia, el retorno del liderazgo brasileño es condición necesaria pero no suficiente para la integración sudamericana, ya que, como deja de manifiesto el caso venezolano, se requiere del resto del continente para encontrar soluciones a los desafíos políticos regionales. Al respecto destaca el papel de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que, frente a la automarginación del régimen venezolano, ha escogido confrontar la contradicción interna de este país optando por la participación de los opositores al Gobierno de Maduro. Por otro lado, en Sudamérica se escogió básicamente no abordar el asunto: se marginó a Venezuela de organismos tales como PROSUR y MERCOSUR, pero sin mayores iniciativas que expresaran la genuina voluntad política de los Gobiernos de la región para lidiar con el desafío que representa Venezuela para la integración sudamericana.

La influencia de los Estados Unidos, por su parte, no deja de ser crucial para la comprensión de la situación de Venezuela en sus planos tanto interno como externo. Washington reconoció al llamado “Gobierno encargado” de Guaidó y, al mismo tiempo, durante la presidencia de Trump se impusieron al país fuertes sanciones económicas que socavaron su capacidad productora de petróleo, su principal fuente de recursos e inversión externa. Durante el gobierno de Biden, si bien se han mantenido en gran medida las sanciones impuestas al régimen chavista, ha habido un consistente acercamiento bilateral después del inicio del conflicto bélico en Ucrania, motivado principalmente por la búsqueda norteamericana de fuentes de provisión alternativas al petróleo ruso y para evitar que la influencia rusa en América Latina siga expandiéndose en detrimento de los intereses hemisféricos de Washington. Este acercamiento incluyó la visita a Caracas de una delegación estadounidense de alto nivel y el intercambio de prisioneros entre ambas naciones,25 lo que manifiesta inequívocamente el interés mutuo por reiniciar de algún modo los históricos vínculos bilaterales, con el consiguiente impacto en la política de los Gobiernos sudamericanos con respecto a Venezuela.

Sudamérica hemisférica: una viable concepción de integración regional

Previsiblemente, el Gobierno de Lula va a buscar retomar el rumbo de la integración sudamericana gestionada en sus anteriores mandatos, más aún cuando su presidencialismo de coalición cuenta con el apoyo de personalidades tales como el expresidente Fernando Henrique Cardoso, quien lideró la primera cumbre sudamericana en Brasilia en el año 2000. La reconocida diplomacia brasileña, Itamaraty, logrará presumiblemente recomponer los lazos regionales que se vieron alterados durante el gobierno de Bolsonaro, y el eje Brasilia-Buenos Aires nuevamente podría devenir en el motor de la integración regional gracias a la mayor sintonía política existente entre los dos socios del MERCOSUR. Sin embargo, la búsqueda por recuperar el tiempo perdido en esta materia requiere de una reflexión profunda sobre la concepción de Sudamérica como un bloque cerrado, separada de las Américas, considerando los intentos fallidos reflejados en UNASUR y PROSUR.

La continuidad del proceso de integración pasa primero por comprender el posicionamiento de América del Sur en el presente sistema internacional, lo cual implica comprender el equilibrio entre las potencias globales y el papel que juega la región en este contexto. Por su historia y geografía, la región forma parte de América, y esta constatación se ve reflejada en las posibilidades de acción autónoma que pueda tener en el sistema. La influencia histórica de los demás países del continente —incluyendo Estados Unidos— en el devenir regional no puede soslayarse en los análisis sobre la integración sudamericana. De hecho, la ligazón geográfica de Sudamérica al resto continente por el istmo de Panamá no es meramente simbólica, sino que marca la propia historia regional desde la independencia de los países sudamericanos.

Asimismo, Estados Unidos es clave para la comprensión del sistema de gobierno presidencial existente en la región, así como para entender el orden regional que empezó a forjarse a principios del siglo XX a partir de la Doctrina Monroe y la consecuente imposibilidad de que retornase el imperialismo europeo a sus excolonias sudamericanas. Brasil, de la mano del Barón de Rio Branco, impulsó la estabilidad política sudamericana con iniciativas como el pacto ABC y su relación privilegiada con Washington, todo lo cual contribuyó a generar una zona de paz que perdura hasta nuestros días, en donde los países utilizan los medios pacíficos disponibles para la solución de sus controversias.

El mayor escollo de UNASUR fue su propia concepción como un organismo independiente del resto de América, lo que expresaba el voluntarismo del eje Brasilia-Buenos Aires por forjar un polo de poder autónomo que se sumara al sistema multipolar en ciernes, sin ninguna consideración política por el resto de Latinoamérica ni por los Estados Unidos. Pero este organismo era la expresión de una voluntad política efímera, que dependía básicamente del consenso fraguado entre los presidentes sudamericanos, y no consideraba la importancia histórica ni política del resto del continente para su propia estabilidad regional. Es decir, dependía de la voluntad de los presidentes de turno para seguir determinadas políticas regionales que, aunque muy bien diseñadas, no tenían mayor sustento que el consenso unánime alcanzado en las cumbres presidenciales.

En la medida en que mudaron los presidentes y sus agendas, cambiaron también las prioridades y los enfoques de la integración regional, a partir de los propios intereses de cada país. Estos intereses, a su vez, estaban y siguen estando modelados por la vinculación histórica con el resto del continente americano, lo que hace inviable la concepción de una región completamente autónoma, y menos la visión voluntarista de que es factible la existencia de un polo que se inserte con alguna coherencia geopolítica en el sistema internacional.

El caso mencionado de Venezuela es una variable que explica en parte el estancamiento de proceso de integración y, al mismo tiempo, ejemplifica bien la imposibilidad de gestar el consenso de largo plazo requerido para vislumbrar la conformación de un polo autónomo de poder de carácter político, diplomático, económico e incluso militar en el sistema internacional.

Cabe preguntarse entonces qué concepción de América del Sur es viable en términos geopolíticos, para forjar un organismo regional que refleje el genuino interés por la integración que los países de la región —en especial el eje Brasilia-Buenos Aires— han tenido en las últimas décadas. Nuestra respuesta radica en concebir a Sudamérica como un bloque abierto, en contacto estrecho con las naciones centroamericanas, caribeñas y norteamericanas, y en consonancia con la tradición continental —forjada a fines del siglo XIX— de diálogo político. Es decir, no se tratará de una región aislada que se represente a sí misma como un polo más dentro del sistema multipolar, sino de una región que se autogestione un proceso de integración autónomo dentro del contexto geopolítico americano, con los Estados Unidos como primera potencia continental.

La integración sudamericana, con sus organismos regionales, no puede concebirse a sí misma sin consideración por las relaciones entre las potencias y, en ese contexto, por la importancia intrínseca de los Estados Unidos en el continente. De hecho, la Doctrina Monroe ha permitido tácitamente que no hayan llegado aún otras potencias globales a instalarse a la región con sus bases militares, como sí ha acontecido en otros lugares del orbe. Esto resulta relevante para entender por qué América del Sur ha sido una zona de paz y ajena a los conflictos interestatales, tan comunes en el sistema internacional actual.

Ahora bien, la constatación de la importancia de los Estados Unidos para el equilibrio en el continente no dificulta en lo absoluto la puesta en marcha de un proceso de integración regional autónomo, en el que los sudamericanos tengan una institucionalidad propia. De hecho, la concepción de la región como un bloque abierto a toda América le permite aportar su propia visión e incidir en los desafíos americanos, desde su perspectiva e intereses, en consideración a las prioridades que ella misma establezca en el seno de sus propias organizaciones regionales.

En suma, la concepción de un bloque abierto al continente deja de lado la quimera de un polo de poder cerrado, para dar paso a un proceso de integración más consistente en el tiempo, que vincule geopolíticamente a la región con las demás zonas americanas, en un contexto cada vez más complejo dado el creciente multipolarismo del sistema internacional. El surgimiento de nuevas potencias de alcance global, con agendas revisionistas del orden forjado pos Segunda Guerra Mundial, tornan las relaciones internacionales más imprevisibles y, por ende, menos institucionalizadas; todo ello puede repercutir negativamente en América del Sur y en su proceso de integración regional.

De modo que es importante resaltar el orden hemisférico existente en América, representado en el presente por la OEA, pero que se remonta a la primera Conferencia Panamericana de 1889. Así como para el Barón de Rio Branco fue crucial este orden continental para concebir la política externa de Brasil y su proyecto en el Cono Sur, en los tiempos actuales es igual de relevante para la construcción de una integración sudamericana estable. Por ello, desde nuestra perspectiva, la concepción que mejor refleja la actual coyuntura geopolítica es la de una Sudamérica hemisférica: una región que está íntimamente ligada al continente americano y, simultáneamente, es distinguible en la escena internacional con sus características propias.26 El carácter hemisférico de la región refuerza la noción de interdependencia con el resto de América y promueve un proceso de integración regional abierto, que incorpore los intereses del resto de los países del continente.

La concepción de una Sudamérica hemisférica nos permite comprender mejor que la región no puede encapsularse ni transformarse en un bloque cerrado, bajo el supuesto liderazgo unívoco del eje Brasilia-Buenos Aires ni, menos, bajo el solo liderazgo brasileño, que ha estado completamente ausente durante la era Bolsonaro.

La integración sudamericana solo podrá adquirir sustentación propia en la medida en que se consideren las políticas hemisféricas emanadas a nivel continental, como la Carta Democrática Interamericana. Así, problemáticas complejas, como la situación política de Venezuela, podrán ser abordadas desde América del Sur con base en la toma de decisiones emanada de sus propios organismos e, igualmente, considerando en el proceso decisorio la importante influencia que países de fuera de la región tienen sobre el asunto, tales como Estados Unidos, Cuba y México. Esto implica la concepción de una integración sudamericana abierta al continente, que contribuya al orden hemisférico desde sus propias políticas y organismos, sin por ello regresar al panamericanismo de antaño ni someterse a los dictados de Washington. Tal y como lo pensó Rio Branco al configurar las relaciones de la naciente república brasileña con los Estados Unidos y sus vecinos sudamericanos.

Conclusiones

El realismo, como perspectiva de las relaciones internacionales, nos permite adentrarnos en las relaciones sudamericanas comprendiendo de antemano la importancia de la anarquía en las interacciones entre los agentes del sistema internacional. Al mismo tiempo, reconoce la consiguiente importancia de América del Sur en cuanto región anclada al continente americano, no solo por su geografía, sino por la propia configuración política vigente desde fines del siglo XIX, con Estados Unidos y Brasil como dos actores esenciales para entender el orden americano tal y como se manifiesta en nuestros días.

Si la transición hacia un mundo multipolar no está siendo traumática para el continente americano —con guerras como las de Europa y Medio Oriente—, es posible gracias a la temprana concordancia entre Washington y Brasilia de propender a un continente estable, pacífico, en donde las divergencias se canalicen por la vía diplomática y no militar. Esto es particularmente cierto en América del Sur, región sin intervenciones militares foráneas, donde la sólida relación entre Brasil y la Argentina ofrece un camino de entendimiento y construcción de una regionalización duradera, ajena a los vaivenes de los Gobiernos en ambos países.

América del Sur se ha visto sacudida en los últimos años por desafíos económicos, sociales e incluso sanitarios, que la han fragmentado políticamente sobremanera; asimismo, se ha estancado el proceso de integración liderado por el eje Brasilia-Buenos Aires desde inicios de los años 90. El Gobierno de Lula da Silva, a diferencia del de su antecesor, Bolsonaro, tiene la firme voluntad de retomar la senda integracionista de antaño, con la convicción de que Brasil solo tendrá mayor autonomía internacional si es capaz de configurar una región estable, interrelacionada por múltiples vías y por recursos tanto materiales como simbólicos.

Sin embargo, la voluntad debe ir aparejada con la capacidad de Brasil, en cuanto potencia regional, de otorgar las condiciones necesarias para que la integración sudamericana tenga alguna viabilidad en el largo plazo. El rotundo fracaso del llamado Consenso de Brasilia —de mayo de 2023, en el que se intentó infructuosamente reinstalar la idea de una integración al estilo de UNASUR— es una manifestación inequívoca de que no basta con la mera voluntad del presidente brasileño para regenerar los vínculos regionales.

La crisis estructural de Venezuela —que se manifiesta en la consolidación de un régimen autoritario que recuerda a la Cuba de los años 60— no es un obstáculo menor a cualquier proceso de integración liderado por el eje Brasilia-Buenos Aires. Esto incluye el potencial desarrollo futuro del MERCOSUR, que, pese a la reciente incorporación de Bolivia como miembro pleno, no puede ocultar su incapacidad de profundizarse en el subcontinente. La circunstancial sintonía ideológica de los gobernantes de turno puede catalizar procesos de integración, pero no darles sustento en el largo plazo; la particular relación entre Brasil y la Argentina es una prueba de que pese a la animosidad ideológica y personal entre Lula y Milei, subsiste un tejido de intereses mutuos —construido durante décadas— que sigue permeando la relación bilateral.

La capacidad del eje Brasilia-Buenos Aires para dejar atrás la arcaica noción del Cono Sur y dar paso a una región sudamericana que incluya a todos sus miembros en un mismo proceso de integración se ha visto seriamente limitada por los constreñimientos del nuevo mundo multipolar, un entorno internacional marcado por una creciente conflictividad y un auge de nuevas potencias revisionistas. El régimen venezolano ha podido consolidarse, en los planos tanto interno como externo, gracias a aliados internacionales que no vacilan en socorrerlo en caso de dificultad, tanto en términos económicos y diplomáticos como militares; todo ello, posibilitado por el surgimiento de nuevos polos de poder que están interviniendo geopolíticamente en América.

En este contexto, la concepción de una Sudamérica hemisférica releva la importancia del histórico orden hemisférico como telón de fondo para la integración regional, dando cuenta de sus posibilidades y limitaciones, en función de los intereses tanto sudamericanos como del resto del continente y, en particular, de los Estados Unidos. No obstante, el orden hemisférico ha sido históricamente avalado por Brasil y hoy también indirectamente por Argentina, debido a la confluencia de sus intereses nacionales en la integración con su vecino, en un marco de estabilidad regional. Es decir, la estabilidad sudamericana pasa necesariamente por el tácito acuerdo a nivel continental con Washington, como lo demuestra la complejidad del tratamiento diplomático de la problemática venezolana.

El histórico orden hemisférico, con Rio Branco como articulador desde América del Sur, continúa más de un siglo después plenamente vigente y es, a la larga, benéfico para evitar que la creciente pugna entre las potencias del multipolarismo se introduzca de lleno en la región. Esto incrementaría la anarquía en el seno del continente americano, con consecuencias potencialmente nefastas para la paz y estabilidad, tal como está aconteciendo en otras regiones del orbe.

Una integración sudamericana entendida como un bloque abierto que contribuya a la estabilidad continental requiere que los países de la región asuman las propias históricas relaciones con los Estados Unidos como un vector por el cual se configuran los vínculos americanos, que otorga la particularidad a este continente de solucionar sus problemas, por lo general, mediante la vía pacífica. Una Sudamérica hemisférica así concebida permite avizorar soluciones a dilemas complejos —como el caso venezolano— desde una perspectiva autónoma sudamericana, incorporando de algún modo la visión del resto de los países del hemisferio, sin exclusiones, por sobre la cada vez más recurrente injerencia en los asuntos internos de polos extrarregionales.


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Pinto Kaliski, P. (2025). Sudamérica hemisférica: La concepción realista que permita configurar una viable integración regional en el actual sistema multipolar.  Revista Comentario Internacional 23. Publicado bajo licencia  CC BY-NC 4.0